Hemos entrado en una nueva era. La convulsión del pasado siglo XX es prueba de ello; abordar un nuevo ciclo de civilización implica cambios de paradigmas que conllevan inevitablemente resistencias por parte de las inercias de lo establecido durante demasiado tiempo.
Esta nueva forma de pensar exige
cambiar el enfoque de nuestra perspectiva, aportándonos una visión amplificada
de la historia humana y el porvenir.
Quedar anclados en los valores
caducos es no asumir el reto que se nos hace imperioso, con el incontrovertible
riesgo de ser arrastrados con la ganga inútil, y ya más que perjudicial, de
posiciones que no van a resistir el sano empuje de lo que nos corresponde
ahora, como ciclo de la naturaleza de las cosas.
Lo que necesita nuestro mundo se
inicia en nosotros. La evolución del mundo es nuestra propia evolución; los
cambios son nuestros propios cambios, y estos se realizan en nosotros, en
nuestro interior, que a modo de semilla florecerán conforme a los principios de
la vida.
Primero hay siembra, ahora; luego
habrá fruto, y después recogida de cosecha; se recoge lo que se siembra.
Se requiere un estudio sincero de
uno mismo y de aquellas influencias que nos obstruyen; luego llevar a cabo en
nosotros, desde nosotros mismos, el desarrollo y la transformación en otra
humanidad que es posible.
Descubrir y hacer camino a
nuestro maestro interior, requiere saber llevar a cabo una forma de apertura
íntima y consecuente, sin prejuicios y ni patrones heredados; y permitir que su
resonancia nos impregne y se expanda.
Tenemos el derecho legítimo de
hacerlo posible. Tenemos el derecho inalienable de no permitir manipulación
sobre nosotros. Tenemos el derecho y la obligación de poder ser responsables de
nuestro destino y el feliz cumplimiento de nuestros anhelos.